A veces nos empeñamos tanto en buscar
lo exquisito que se nos pierden las cosas buenas. Y las cosas buenas son cosas
sencillas. Cosas como caminar por la naturaleza, tomar una cerveza con los
amigos, ir al teatro, al cine o simplemente leer un libro en silencio al lado
de esa persona, que tampoco es nada exquisito, pero que sin ella la vida es bastante
más gris.
Nos hemos acostumbrado a buscar
aventuras radiantes, situaciones deslumbrantes, momentos épicos cuando la
felicidad se esconde en ese día a día que nos han dicho que es anodino y
vulgar. Es esa sensación de familiaridad con la que metes las llaves en el
bolso de ella o ese momento relajante en el que haces planes de dos para
cuatro. Son esos “¿A ti qué te parece?”, “Prefiero comer pescado” o “llego
tarde a casa haz tu la compra”. Son instantes que pasan casi inadvertidos por
cotidianos, instantes que sin querer se aferran a la vida pegándose en las
paredes de la memoria, en un rincón casi olvidado. Son instantes en los que no
nos detenemos a mirar pero que forman el puzzle de nuestra felicidad. No nos
damos cuenta hasta que faltan, y cuando faltan….
No. No son ni el boato ni los
oropeles. Ni es la persona extraordinaria y desmedida. Es lo simple, lo
cotidiano… Es quien te mira con los ojos cerrados y te arranca la sonrisa. Y aun
así, aun sabiéndolo, mira que nos complicamos la vida.
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