El pasado 18 de
octubre acudí a un nuevo estreno de la compañía Réplika Teatro. Esta vez con
una obra de esas de calado que te dejan el alma en suspenso y la cabeza en
proceso de pensamiento. Iba a escribir que ligera. Pero no. Todo un texto lleno
de matices, requiebros y ajustes emocionales de uno de los clásicos del teatro
internacional: Chejov. “La gaviota” era la obra en cuestión y la apuesta
arriesgada de una compañía que arriesga, que gana con la apuesta y que el día
que ponga en marcha una comedia, me la como a besos.
Pero a lo que iba. La
obra, en cuatro actos, te da un revolcón de buen hacer escénico así de
primeras. Fantástico el ritmo inicial y los actores. Desde el principio se vio
que el trabajo actoral iba a estar a la altura del texto pese a que al ser
estreno, y esto lo saben bien quien interpreta, el trabajo está aún tierno sin
llegar al punto. Así dicho parece que hablo de un churrasco, pero no.
Reconozco que
trabajar estos personajes es complicado. Chejov tiene esa puñetera retorcida manía de escribir personajes poliédricos de mil aristas que no hace más que
abocar a los comediantes a un pozo de inseguridades. Por ejemplo. Nina. Así de
primeras es una chica inocente, llena de sueños que se enamora de un madurito
de éxito que la abandona una vez satisfechas sus necesidades carnales e
intelectuales - esa pobre excusa de
meterse en la mente adolescente para conocerla en profundidad y poder escribir
al respecto cuando lo que quiere es beneficiarse a una criaturita con ganas de
fama y teatro-. Pero no. Nina tiene la fachada blanca y los entresijos grises
tirando a amarillo verdoso. Juega con los sueños mientras maquina como
alcanzarlos con todas las armas disponibles. Es Heidi y Lolita a la vez. Niña y
mujer. Virgen y zorra. Básica y complicada. Intelectual, cazurra, soñadora y realista
al mismo tiempo. Un personaje complicado que Beatriz Grimaldo ha conseguido
construir dando simultáneamente todas estas pinceladas. Sin duda, es de lo
mejorcito de la obra cuando termine de ajustar dos detalles de precisión.
Kostantin o Kostia, a
elegir si la relación entre personajes lleva implícitos más o menos situaciones
emocionales, es un personaje igual de complicado que Nina. A caballo entre el
amor maternal y el odio generacional, Kostia se mueve entre la necesidad de
reconocimiento de su madre y la independencia de la figura materna. Oscuro la
mayoría de las veces, es solo en el primer acto donde su amor por Nina, por el teatro
y la necesidad de demostrar su talento, desprende una luz que poco a poco se va
convirtiendo en una bruma gris y espesa donde Raúl Chacón saca lo mejor de su
trabajo. Solo un pero. La voz. Me hubiera gustado ver su frustración, su odio,
su desesperación sin necesidad de apoyarse en una modulación vocal que le aleja, en
algunas ocasiones, de la esencia del personaje. Otro ajuste necesario pero que,
pese a todo, Raúl y Beatriz logran hacer una composición magistral que en el
último acto eclosiona como tal fuerza que revuelca al espectador en una verbena
de emociones.
Irina. Actriz de
fama y tacañona hasta decir basta. Con ese glamour que las divas llevan puesto
hasta en la cama, se debate entre sus propias inseguridades y sus obligaciones
como mujer y madre. Enamorada hasta límites vergonzantes, no duda en arrastrar
su ego para no dejar escapar al hombre que será el último tren de su estación.
Socorro Anadón me ha pegado algún susto con la voz pero su presencia en muchas
partes de la obra transmite, sin necesidad de palabras, todos los matices de un
personaje que termina por provocarte las ganas de bajar al escenario y darle 5€
para que le compre un abrigo al niño.
De lo que más me ha
sorprendido ha sido el trabajo Manuel Tiedra. Me lo esperaba más plano y ha
logrado convencerme de que ese tío achacoso, medio moribundo, prácticamente
frustrado, del todo rijoso y con un amor desmesurado por su familia, existe. Convincente.
De Rebeca Vecino siempre espero lo mejor y siempre me lo encuentro. Sobria,
ajustada al carácter del personaje. Sin un gesto de más ni un movimiento de
menos. Ceñida al traje de Masha como un tatuaje. Tan convincente que verla
casada con un calzonazos con ínfulas de hombre –Daniel Ghersi saca petróleo de
su texto- te deja con ganas de sacudirla y no volverle a enviarle un WhasApp
nunca jamás en la vida.
Y ahora toca la
dirección que siempre se nos queda en el tintero cuando hablamos de un estreno.
La dirección, esa cosa que nadie entiende, que nadie nota y de la que muy pocas
personas hablan. La dirección. Pues bien, la dirección es de Jaroslaw
Bielski y la adaptación de la obra también. De primeras te da un
caramelo al que se le va el sabor en los dos siguientes actos para terminar con
dulzor de paladar persistente y ganas de más. Sí. Ritmo y tensión al principio. Perfecta puesta
en escena al servicio de una declaración de intenciones que se desvanece en
otros dos actos en los que a veces cuesta mantener la atención. Sin embargo, en
el último acto se reconcilia con Chejov y con el público y nos ofrece una
lección “magister” de como dirigir teatro.
De lo que más me ha gustado de su trabajo es
que consigue una coreografía perfecta de los personajes, como en una orquesta
donde son el conjunto de los instrumentos, y no el instrumento individual, lo
que dan sentido a la obra. Es capaz de, en esa común sinfonía, hacer que
destaque cada uno de los actores sin por ello perder la relevancia del resto
del elenco. Y esto es difícil, eh! Como difícil es trasladar al espectador la
progresiva angustia que se va desprendiendo del texto según va pasando el tiempo.
La transformación de los personajes, lo angosto de su universo, lleno de miedos
y frustraciones, la oscuridad de un espacio donde se combate a muerte y donde
la vida tiene poco valor. Y lo consigue abriendo el interior de la casa con los
movimientos de una estructura que termina por anular un espacio, el jardín, donde la vida y
las ilusiones iba y venían con fluidez. ¡Bravo!