Hace poco he recibido dos regalos,
por mi cumpleaños obviamente, de esos que te tienen entretenida y te hacen
pensar. Si los pones uno al lado del otro no tienen nada que ver, uno es un
libro y el otro un viaje, pero ambos tienen en común que te hacen explorar, ver
más detenidamente… y no solamente con los ojos.
El libro reconozco que me ha dado
el método para observar, casi antropológicamente hablando, de la realidad que
me rodea. Olores, sabores, tactos, emociones… así que nos pasamos Petronila y
yo los días de bici, libro en ristre, parando en rincones curiosos y
observando. De hecho, recopilo “muestras”, “cuerpos del delito” de sentimientos
incipientes o moribundos… es fácil sentarse y observar como la vida, incluyo al
personal, va escribiendo un relato en el que todos participamos y en el que
estamos, nos guste o no, interconectados. Es fácil, sí, pero que poco lo
hacemos… así que ando con mi librito explorador, mi boli, poniendo atención a
lo que me rodea y… flipo. Vamos, que estoy de lo más entretenida.
El segundo ha sido un viaje para
descubrir una nueva forma de comer a caballo entre la experiencia sensorial y
la empatía personal. ¿Intrigados? No me extraña porque es algo tan sencillo y
complicado a la vez, que me cuesta expresarlo. El regalo era sencillo: viaje a
Barcelona (perdón a mis amigos barceloneses pero la agenda del finde andaba
apretada y no había hueco. Prometo regresar), recorrido por la ciudad y cena en
un restaurante en el que no podías usar tus ojos para comer porque era una cena
totalmente a ciegas. Sí, a ciegas. Los camareros son invidentes y son ellos los
que te guían durante el tiempo entre los entrantes y el postre. Te conviertes
por un rato en dependiente, en discapacitado dependiente que no es lo mismo, de
aquellos de los que pensamos que dependen de nosotros, videntes completos y
orgullosos.
Por un rato estás perdida,
asustada, frágil, hasta que poco a poco vas haciéndote a esa nueva realidad y…,
pones a trabajar tus otros sentidos. Y es en ese momento cuando descubres otro
universo, en algunos momentos más rico, en muchos más aleccionador y en todos
mucho mucho más humilde. Calificas olores, sabores… agudizas la sensación táctil
y juegas a ver si eres capaz de reconocer los sabores en la oscuridad. Es increíble
cómo nos condiciona la vista y hasta qué punto nos hace libres la oscuridad. No
en vano, en momentos importantes de nuestra vida tendemos a cerrar los ojos y a
ver con otros ojos. Con los del corazón o con los de la imaginación, que casi siempre
van de la mano.
Quizás lo que más me impactó fue
el tacto de las manos de Pilar, nuestra camarera invidente, entre tierno y
seguro, guiándonos por una realidad desconocida donde volvimos a ser niñas
perdidas (es que éramos todos chicas). Y es un poco como en nuestra vida. En muchas
ocasiones, invidentes emocionales, buscamos una mano que nos guie, que nos
muestre el camino. Una mano donde reposar y estar seguros… pero, cuando te
acostumbras a la oscuridad, a la falta de luz que crees que no tienes, esa mano
ya no es necesaria sino que se complementa. Dejas de ser dependiente y simplemente
compartes, te pones a la misma altura y haces en momentos también las veces de
guía… y es entonces cuando se acaban los miedos y las inseguridades. Es como
descubrir la sombra de la luna y ver que es simplemente perfecta.
Por cierto, el viaje a Barna también
me ha servido para reconciliarme con una ciudad de la que tenía muy malos
recuerdos, de esos que te gustaría no haber tenido nunca y que solo han servido
para dar significado a la palabra olvidar. Ahora sí que sí: Barcelona tiene una
melodía preciosa.